En una aldea donde vivía Hakuin, el gran Maestro Zen, llegó un día una muchacha embarazada. Su padre la amenazó para que confesara el nombre de su amante y finalmente, para escapar del castigo, ella le dijo que había sido Hakuin.
El padre no dijo nada más, pero al llegar el momento en que nació la criatura, inmediatamente la llevó a Hakuin y la arrojó ante él. `Parece ser que éste es tu hijo`, le dijo, y soltó una ola de insultos y comentarios despectivos por lo sucedido.
El Maestro Zen sólo dijo: `Oh, ¿de veras?` y tomó al bebé en sus brazos. A partir de entonces, a todas partes que iba llevaba a la criatura, envuelto en la manga de su andrajosa túnica. En los días de lluvia y en las noches de tormenta salía a mendigar leche de las casas vecinas. Muchos de sus discípulos, considerándolo caído, le dieron la espalda y lo abandonaron. Y Hakuin no pronunció una sola palabra.
Entretanto la madre se dio cuenta que no podía tolerar la agonía de estar separada de su hijo. Confesó el nombre del padre verdadero y su propio padre corrió a Hakuin y se postró ante él, suplicándole una y otra vez que lo perdonara.
Hakuin solamente dijo: `Oh, ¿de veras?` y le devolvió la criatura.
Esto es la aceptación. Esto es tathata. Cualquier cosa que traiga la vida está bien, absolutamente bien. Esta es la cualidad semejante a la del espejo: nada está bien, nada está mal, todo es divino. Acepta la vida como es. Aceptándola, desaparecen los deseos, desaparecen las tensiones, desaparece el descontento. Aceptándola tal como es, uno comienza a sentir mucho gozo y por ningún motivo en especial.
Cuando la alegría tiene un motivo, no durará mucho. Cuando la alegría no tiene motivo alguno, durará para siempre.
Zen: El Camino de la Paradoja Vol. 3, pp. 175-176
No hay comentarios:
Publicar un comentario